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Juan Carlos Merino

Microrrelato: El fin para ellos


En la escuela era de obligada enseñanza conocer las causas de la amenaza humana. Consumidos los recursos de su planeta natal y convertido este en un mundo oscuro y nocivo habitado tan solo por los más desfavorecidos, no habían tardado en trasladarse a otros lugares como la Luna o Marte, donde las clases pudientes se alojaban en múltiples estaciones espaciales. Sin embargo, muy pronto estos lugares se les quedaron pequeños. El espacio era inmenso y ellos lo sabían.

Primero absorbieron pequeñas colonias bajo la excusa de pactos de comercio y cultura, colonias que, en muchos casos, acabaron con su identidad borradas, cuando no enfrascadas en una guerra fratricida.

Después, comenzaron a invadir planetas carentes de vida tecnológica y a saquear sus recursos naturales.

Y, por último, viéndose fuertes, llegó la guerra interestelar. Los terrestres no cederían en sus pretensiones de gobierno y expansión e iniciaron una serie de conflictos que cubrieron de sangre el espacio conocido.

Yo podía considerarme un veterano, habiendo luchado en tres batallas: la de Cosmo, la de Abraunita y en la que me encontraba en este instante, además de en múltiples escaramuzas.

Comprobé mis sistemas de vuelo, estaban dañados, la nave no arrancaría sin ayuda, pero el soporte vital de mi traje estaba operativo. No tardarían mucho en enviar las naves hospital que se abrirían paso buscando señales de vida entre el caos provocado por los restos orgánicos y materiales.

Me habían alcanzado justo cuando los canales de comunicación hablaban de la retirada terrestre. Su flota había recibido demasiados daños y no podía afrontar otra embestida.

De repente, noté una sacudida. Algo muy grande avanzaba por encima de mi cabeza. ¿Las naves hospital? No, era un crucero de batalla. Y detrás apareció otro y otro más. Una flota inmensa comenzó a cruzar el océano interestelar. ¿Se estaría preparando otra batalla?

También los cazas empezaron a aparecer, más de los que nunca hubiera visto juntos. A través de la carlinga, sus pilotos, al verme y comprobar que me encontraba bien, me hicieron señales con el pulgar hacia arriba. Uno pasó muy cerca de mí, tanto que pude leer con claridad un mensaje que llevaba grabado en el fuselaje:

"El único humano bueno es el humano muerto".

Esta vez iba en serio. No habría vuelta atrás. Una flota como pocas veces se hubiera visto se reunía para acabar de una vez por todas con la amenaza humana.

Era el fin para ellos.


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