Había sonado el detector de metales a su paso por uno de los controles de seguridad de la cárcel. Era el invitado del señor J. Por eso le dejaron pasar sin poner demasiados problemas. El señor J. es el alcaide de la cárcel. Llevaba mucho tiempo preparando la visita. Durante la última semana había estado encima de sus muchachos para que el recibimiento del senador fuese perfecto. Así que ahí estaba el señor J., con su traje azul. A su lado se encontraba el senador, con un traje negro y una sonrisa diplomática inconfundible. A sus setenta y dos años podía presumir de una carrera política brillante, alejada de la corrupción y las mentiras que suelen abundar en el oficio. Tras el saludo de rigor con los altos cargos y el sargento de la prisión, se dirigieron todos por un angosto pasillo hacia un anexo construido sobre la planta cuadrada del edificio original. Allí le enseñaría el señor alcaide una nueva máquina destinada a convertirse en el futuro de la nación, uno de sus símbolos más poderosos y reconocibles.
––Desde luego he oído cosas fantásticas, pero esto ––empezó el senador.
––Esto no es comparable, ni los ingleses ni ustedes, los americanos, pueden presumir de una máquina similar. Tienen toda su jurisprudencia y sus pelucas allonge, pero siguen estancados en un pasado que les da caza siempre, que vuelve a ustedes y les impide mirar hacia delante.
Sin comprender bien el discurso apasionado del alcaide, el burócrata americano no pronunció ninguna palabra más y esperó expectante aquello de lo que tanto se hablaba en las reuniones sociales. El propio primer ministro habría asistido a la visita de ser otras las circunstancias que rodeaban a la nación, inmersa en su quinta guerra civil.
––Por supuesto, le invito a que copien la idea, algo así de revolucionario no debe ser exclusivo de ningún estado occidental que pretenda la paz mundial y tenga a la justicia entre sus principios constituyentes.
Cuando se abrió la puerta de la sala, la luz solar entró por los ventanales refulgiendo sobre las batas blancas de los doctores que se encontraban adentro, e hizo cerrar los ojos al anciano diplomático. Desde luego todo debía estar presentable y visible, nada de esconderlo de la vista de los ciudadanos y transformarlo en un espectáculo privado. Debía convertirse en una atracción de masas, en una invención expuesta en una plaza y rodeada de árboles y balaustradas y balcones, donde apartar la mirada se convertiría en un ejercicio de volición imperdonable.
––Tiene que conocer al creador –continuó el alcaide–. Él le explicará cualquier duda que tenga mejor que yo. Es un hombre de ciencia, conocedor de las leyes que rigen a las personas y al universo. Su proyecto ha estado auspiciado por los mejores juristas y psicólogos. Hemos unido todas las ciencias, incluida la física, para conseguir un arma sin error de medida.
En la mente del senador se le hacía vago el sentido de todo aquello; imposible distinguir entre el laberinto de palabras que se formaba una sola comprensible para él, algo que derrumbase de par en par los muros de aquella muralla técnica y le procurase razón o significado.
––Quizá parezca ignorante, pero cuál ha sido la función de los psicólogos en esta máquina –preguntó el político americano.
La pregunta sonó atrevida a la sala, pero provenía de un hombre sereno con cuarenta años en el cuerpo diplomático de un país que ha vivido cuatro guerras mundiales como protagonista. Así que nadie se movió, y todos esperaron la contestación del líder de aquella liturgia apócrifa.
––Déjeme que yo le conteste a esa pregunta.
Un hombre se dirigía con decisión hacia el senador, en el medio de la sala, justo delante de la máquina tapada con una sábana blanca que también refulgía con el entrante sol.
El alcaide hizo un gesto de asentimiento, aunque se notaba que el permiso era un automatismo rutinario, nada que ver con una orden real que se concede a un inferior para que pueda dirigirse a la sala. Estaban entre hermanos, entre iguales que participan de las tenidas masónicas, hechas costumbre tiempo atrás en el seno de un país que comenzaba a alzarse como potencia mundial.
––Déjeme, senador, que le explique la necesidad de aunar disciplinas que le parecen tan heterogéneas. Pero era necesario disponer de un grupo dedicado al estudio de la mente que pudiese desentrañar la oscuridad de una cuestión que lleva fascinando a los más doctos desde hace treinta siglos.
Considerarse entre los más doctos habría supuesto cabalgar por las sombras de la vanagloria; en vez de ello, la prudencia y la humildad le conformaban tanto como sus ojos o sus pulmones, otros órganos de su cuerpo con los que podía ver o sentir, y por eso el senador fue bastante modesto al preguntar de nuevo.
––¿Puedo preguntar a qué cuestión se está refiriendo?
––Evidentemente. Al problema del alma. Nuestro mayor éxito, sin el cual no tendría sentido hoy su visita. Por fin hemos encontrado su ubicación exacta. Después de un tiempo en rutas equivocadas, caminando por desiertos que obligaban a contemplarla como el cerebro en su totalidad, nos sentimos orgullosos al poder decir que resolvimos el asunto. Efectivamente que se encuentra en el cerebro, pero no es el cerebro.
Hizo una pausa dramática para observar cómo se le arrugaban todos los rasgos al senador. Era su victoria personal, y quería tiempo para saborearla.
––No es el cerebro ––prosiguió––. Lo que mis colegas y yo hemos denominado científicamente como el ánima es sólo una porción casi imperceptible al ojo humano que se encuentra detrás de la amígdala, justo en la zona occipital. Gracias a ésta podemos realizar todos los cálculos con una seguridad absoluta. Ni siquiera es comparable a la afirmación de que, en nuestro planeta, todo cuerpo cae por la fuerza de la gravedad. Esta máquina transforma toda sentencia en afirmaciones mucho más objetivas que ésa. Pero dejaré que el señor J. le explique el resto.
En ese momento, dos hombres ataviados con las batas reglamentarias se acercaron a las sábanas y tiraron de ellas, dejando a la vista el horrible invento. La cúpula acristalada de la sala refulgió más que antes, y del techo cayeron como pequeñas gotas de una lluvia inexistente los restos de los fotones de las cámaras de luz, ahora convertidos en partículas visibles. La máquina constituía en su sencillez una ignominia para los hombres. Simplemente constaba de una silla de metal, recordando a aquélla que mataba con su electricidad a los criminales en el siglo veinte, y sobre la misma, un casco, también de metal, similar en todo a su predecesor, del que salían seis cables diminutos con una cabeza de electrodo en sus terminaciones. Completaban el invento dos paneles con pantallas a los lados de la silla, compuestos por un inyector cada uno, azul el derecho, y rojo el izquierdo.
El alcaide se acercó a un guardia y le dijo al oído que trajese a un preso para la demostración, pues el senador debía comprobar en toda su magnitud el funcionamiento de aquella perfección metálica. En seguida entraron dos guardas con un criminal sujeto por los brazos, que sentaron y conectaron al aparato. Mientras los centinelas le ponían los inyectores en los brazos, los médicos le acoplaban los conductores de zinc al ánima.
Durante el transcurso de toda la operación, el señor J. aclaraba el servicio que proporcionaba cada elemento. Que el inyector azul introducía en el cuerpo del preso una sustancia que regulaba su organismo y lo preparaba para la detección del crimen. Que el inyector rojo sacaba del cuerpo la sangre necesaria para no dar error y controlar la conducta. Que cada electrodo estaba conectado a una parte del cerebro para medir la impedancia a las emociones o la intolerancia a la justicia. Que el ánima tenía su propia toma de contacto porque discierne el remordimiento y la culpabilidad humana, almacenada a lo largo de toda una vida en forma de recuerdos abastecidos de sensaciones medibles y reacciones emocionales que dan positivo o negativo, que suman años o mantienen la condena sin alterar.
En cuanto se introdujo el último inyector en su piel, y la sangre borboteó dentro del cable, el aparato se puso en marcha. Comenzó con un leve silbido, y se mantuvo así hasta pasados unos minutos, cuando sonó como si el demonio se llevara el alma del preso al mismo infierno. Estaba midiendo todas las variables humanas que participan en un crimen: la culpa, el deseo, la traición, la envidia, la pasión, la fatalidad, la mala suerte. Finalizado el proceso, sobre el frontal de la sala se exhibía, sin presunción, una pantalla que dibujaba un número y una palabra. 254 años.
“Así de simple”, pensó el anciano, toda la vida defendiendo que el sistema judicial era imperfecto por la complejidad de análisis que requería, y acababa de asistir a la demostración de que todo se basaba en un principio de simplicidad que no parecía asumible para los juristas americanos, convencidos en que ni siquiera la intencionalidad del crimen se puede atribuir con certeza a sus actores. “Claro, que antes no se sabía la ubicación del alma”, le sobrevino fugazmente en su búsqueda exhaustiva de una excusa para un sistema que ya se debilitaba y se envilecía ante los envites de la humanidad y la lógica. Pero ahora era un poder por encima de la lógica el que hablaba, porque la inmortal ciencia por fin se pronunciaba en este asunto y, como en todo, había tenido la última palabra.
––Acaba de contemplar el comienzo de un nuevo orden mundial. Tras esto, no habrá más crímenes sin resolver. Los estados se ahorrarán millones en abogados que defiendan o fiscales que intenten entorpecer los designios de un juez siempre demasiado incompetente para juzgar a un ser humano, con corazón y cabeza. Tampoco se necesitará más la intervención de psiquiatras que determinen la sanidad mental o enfermedad de los criminales. Podremos, por fin, dormir con la conciencia tranquila al saber que no hay un solo hombre en la cárcel que no mereciera estar pudriéndose en ella. Ahora, puede usted probar por sí mismo este prodigio científico. Como invitado de nuestra nación, merece el honor de participar en este progreso incomparable.
El anciano dudó un instante, sin descubrir en el rostro sus pensamientos al resto de la sala. Sus años de político le habían convertido en un hombre paciente, pero también en un buen intérprete de los motivos del otro. Así que accedió a la oferta. Se encontraba enfrente de locos, y como tal debía tratarles.
––Con mucho gusto me someteré a esta maravilla.
Al fin y al cabo, no tenía ningún crimen que ocultar. Le colocaron lentamente todos los elementos importantes, sus venas marcadas en una piel ya arrugada por el paso del tiempo recibieron sin queja el filo de la aguja. Sangró cuando intentaron colocarle la segunda inyección, pero no titubeó, hasta que por fin dieron con la entrada venosa. Su calva y el poco pelo lacio y blanco que le quedaba eran ahora el refugio de los malditos electrodos, que se le clavaban en las sienes como las agujas que le habían puesto en los brazos. Cuando terminaron y colocaron el último electrodo sobre el ánima, por el suelo había un puñado de cabellos caneados. Era hasta cruel realizar todo el procedimiento en un hombre tan mayor, de su posición social y reputación. Estaba a punto de suplicarles que parasen el proceso cuando por fin accionaron los mecanismos y el artefacto empezó a sonar. Se retorció como no lo había hecho el anterior preso, y notó por sí mismo que el alma se escabullía de su cuerpo, le daba igual en qué lugar del cerebro se encontrara, pero la sensación le ardía en el cráneo, en el cerebro, y también en el corazón. Cuando pararon todo, tenía pánico de alzar la mirada. Aunque sabía que nada había que temer, todo aquello le resultó tan increíble como la propia existencia del alma y de una máquina que la midiese. Entonces, la risa del alcaide rebotando en los ventanales y en las ropas blancas y en su cabeza le hizo comprender, y lo vio con sus propios ojos. 152 años.
––Parece que América ya no cuenta entre sus filas con respetables hombres de acción. Sus implacables políticos son también implacables criminales. Lo siento.
Ya sabía el veredicto. Su crimen, ninguno: ser un buen padre, y un político discreto. Pero la máquina había dictado sentencia y la decisión era inapelable.
Resultaba curioso, pensó el anciano, que una máquina destinada a condenar criminales no contemplara el hecho más importante de todos: el propio crimen.