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María del Pino Gil Rodriguez

Escuela de brujas


Allá dónde la falda de una montaña se une a un camino transitado por lugareños, hay una casa justo detrás de un sauce milenario o árbol de las brujas. Por fuera, la vivienda parece normal, pero al caer la noche, cambia de aspecto. Las luces que se aprecian a través de las ventanas son rojas, dando la impresión de que son ojos en medio de las tinieblas. Por la chimenea sale danzando un humo blanco con un hedor muy desagradable. Desde que se abre la puerta de la morada, los gatos negros se hacen visibles para colocarse en las cuatro esquinas de la vivienda, controlando a todo aquel que quiera acercarse, y que no esté invitado…

“¡Hija!, quiero que tengas mucho cuidado con tus nuevas amistades, siempre desconfía de los desconocidos. He descubierto que aquí hay una Escuela de brujas”, le dijo su padre.

—“Pero papá, ¡¡¡ya vas a empezar con tus historias de miedo!!! Soy una adolescente, y me gusta conocer gente nueva, sobre todo, que sean diferentes”.

El padre, que por naturaleza era muy observador, últimamente tenía los oídos muy afinados. Él se pasaba la vida haciéndose el sordo, pero se enteraba de todo lo que se comentaba en su bar. El hombre se movía con la bandeja llena de bebidas en medio de la gente. En primer lugar, empezó a fijarse en un tatuaje que llevaban muchas de sus clientas, justo detrás del hombro derecho, y ya eran muchas coincidencias; luego se acordó de lo que su abuela materna le había dicho en una ocasión, “las brujas existen, mi niño. Ellas son tan blancas como la pared, y no tienen ni una sola mancha en la piel, pero algunas tienen una pequeña marca roja en el brazo o en alguna de sus extremidades”. Luego, mencionó en voz alta: “A quién toma y quema ruda, Dios le ayuda. Atrae o repele, y a quién atrae, lo protege”.

“Hija, quiero que lleves esta taleguilla colgada al cuello, te protegerá, haz la prueba, por favor”, le dijo con expresión seria.

La negativa de la adolescente, ya era de esperar. Así que para protegerla y abrirle los ojos a lo que pasaba muy cerca de dónde vivían, le sugirió una acampada nocturna con sus amigas, cerca de esa casa tan especial. Tendrían que ir todas sus amigas, y, por supuesto, él con su mujer. La joven saltó de alegría, ya que llevaba bastante tiempo, pidiéndoles a sus padres que la dejaran ir de acampada, ya que nunca había tenido esa experiencia.

La esperada noche llegó. Ya estaban todos al lado del fuego cenando y contando historias de miedo, cuando se empezó a ver un gran movimiento de senderistas nocturnos en dirección a la Escuela de brujas. “¿Qué os parece si vamos a dar un paseo para ver a dónde va toda esa gente?, sugirió el padre mientras le guiñaba un ojo a su mujer…

Después de unos veinte minutos caminando, llegaron hasta la cabaña. Las luces rojas en las ventanas y los gatos flanqueando las esquinas de la vivienda, captó de inmediato el interés de las jovencitas. “¡Mirad!”, señaló una de las chicas con su dedo índice dirigido hacia la cabaña. “Era verdad lo que dijo tu padre”, recalcó.

Una música cautivadora envolvió el entorno, justo cuando el humo blanco empezó a salir por la chimenea. Un tufo muy fuerte se fue extendiendo por el aire hasta dónde ellos se encontraban. Todos se taparon la nariz con la mano y retrocedieron tan rápido como pudieron. En ese mismo instante, los gatos maullaron de manera repetitiva.

“¡¿¿Corred, corred!!!”, gritó una de las chicas, y así lo hicieron hasta llegar a la zona dónde estaban acampados.

“Papá, creo que es mejor que recojamos todo, y nos vayamos a casa, ¿te parece?”, le sugirió la hija.

La Noche de Halloween había tenido mucho movimiento en ese pueblo, dónde todavía estaban muy arraigados a sus costumbres, y no veían con buenos ojos a los forasteros. La desconfianza hacia los desconocidos o hacia esas personas que, simplemente, visten o se maquillan de una forma poco usual, hacían de ese pueblo, que siguiera tan estancado como casi un siglo atrás.

La Escuela de Brujas se llenaba de gente cada noche, y los lugareños no se atrevían a pasear cerca de allí…


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