Después de escrutar el cielo durante horas, la antena parabólica se detuvo frente a la constelación de Orión. La gigantesca oreja metálica paró de golpe con un chasquido certero y a continuación una moderada vibración se hizo sentir en toda la estructura de acero. El mayor radiotelescopio de la Tierra, inaugurado recientemente, estaba programado para detectar hasta la señal más débil emitida desde nuestra galaxia. La grabación registrada se guardó en lo más recóndito del Instituto SETI, dedicado al rastreo de ondas de radio procedentes del espacio exterior, era la prueba más evidente de vida extraterrestre captada hasta entonces y fue ocultada por las autoridades en el más absoluto secreto, a la espera de ser examinada por los expertos de la NASA. Tras eliminar el ruido de fondo de la transmisión, un selecto grupo de científicos escucharon estupefactos el extraño mensaje envidado desde otro planeta, incomprensible, compuesto por espeluznantes gruñidos, sobrecogedores, confusos, parecía una jauría de bestias enloquecidas hablando a la vez, intentando vocalizar con sus balbuceantes y roncas voces, alaridos infernales, mezclados con rugidos graves y estruendosos resoplidos que hacían pensar en la presencia de un órgano fonador semejante a la trompa de un elefante. Los expertos identificaron además tres bocas cavernosas en el analizador de frecuencias, dos de ellas sin dientes, de un solo y monstruoso ser interestelar.