No es muy higiénico, pero me gusta hacerlo en los lavabos de los bares de copas porque el jaleo del exterior proporciona intimidad y ahoga los sonidos del interior del cubículo. Sin embargo, hoy he aceptado la fantasía adolescente del tal Nacho y le he seguido hasta un parque. Mis tacones se hunden en el césped mal cortado y Nacho tira de mí con impaciencia hasta unos arbustos. En menos de diez minutos, salgo de los matorrales colocándome la falda y me siento en un banco bajo la luz anaranjada de una farola. Nacho. Prometía mucho, pero me ha sabido a poco. Elegí mal: el muy idiota se fue sin darse cuenta siquiera de que me había quedado a medias. Ya no tengo plan, pero no me quiero ir así a casa. Me rasco la cabeza con fastidio y aspiro el olor de la madrugada. Un punto salado en el ambiente anticipa la llegada de una corredora tras la curva de la vereda. Su cola de caballo esparce su sudor en el frescor del aire. Pasa de largo, ni me mira. Saco un cigarrillo del bolso de la cazadora y me palpo con disgusto. He perdido el mechero. Me pongo en alerta. Un hormigueo se instala en mi estómago cuando oigo un susurro de pasos que se acercan envueltos en perfume masculino. Tras el brazo extendido que me ofrece fuego brillan unos ojos tan negros como la noche que está a punto de terminar. Noto su excitación en el temblor de su mano, en la tenue vibración de la llama. Intento calmar mis propios nervios y parecer serena. Me levanto, sosteniendo su mirada y, con disimulo, empujo con el talón el brazo ensangrentado que se ha escapado de los matorrales. Sonrío de medio lado, sin descubrir por el momento el blanco y afilado secreto de mi boca. El auténtico terror de la presa es lo que le da el punto a la carne. Parece que, finalmente, cenaré como una reina.