Nadie les esperaba cuando, algunos minutos antes del mediodía, llegaron al pueblo los dos agentes de la Guardia Civil a bordo de su Nissan Patrol. El aviso se había recibido en la comandancia de Badajoz a las diez y veinticinco minutos, como aparecía reflejado en el parte que les habían facilitado antes de salir. Un vecino de una población cercana había denunciado un problema de aguas fecales o de vertidos ilegales en el arroyo que regaba las huertas del término municipal, y situaba su origen en aquel pueblo. «El denunciante indica que desde hace un par de días se percibe un olor fuerte y muy desagradable al soplar el viento en dirección suroeste». Los papeles no decían mucho más. Probablemente, como supuso el teniente Martínez con la templanza adquirida tras más de cuarenta años de servicio, se trataría de una riña entre agricultores, un asunto de poca importancia, nada que no se pudiera resolver con una visita informal de dos agentes uniformados a bordo de un coche de la Guardia Civil. En aquellos lugares, solía ser suficiente con la presencia de la autoridad para que la gente entrara en razón y dejara de tocar las narices a sus vecinos. El plan era dar una vuelta, preguntar a uno o dos vecinos, y si no observaban nada raro regresar al cuartel y endosarles el asunto a los del SEPRONA. Con suerte, planeaban estar de vuelta a la hora de comer.
El vehículo redujo la velocidad al entrar en el pueblo y empezar a recorrer el entramado de callejas estrechas y empinadas que llevaba a la plaza del ayuntamiento, entre casas encaladas de una o dos plantas y grandes ventanas con rejas de hierro en sus fachadas. El sol del mes de julio refulgía y reverberaba sobre los tejados. En el cielo blanquecino habían aparecido algunas nubes de bochorno que, con suerte, traerían algo de lluvia por la tarde. Afortunadamente para ellos, el aire acondicionado del coche les aislaba del fuerte calor que abrasaba el mundo exterior.
A medida que se adentraban en el pueblo las calles se estrechaban aún más, y en algunos puntos llegaba a quedar entre las casas el espacio justo para que pasara un solo coche, lo que les obligó a extremar la precaución para no golpear con los retrovisores en las paredes. Les daba la impresión de estar introduciéndose en una de esas trampas que se va cerrando a medida que avanzas en ella.
— Ve con cuidado —le dijo el teniente Martínez al cabo Trejo, que era el encargado de conducir el Nissan Patrol—. No quiero quedarme encerrado en esta maldita ratonera.
El cabo Trejo era un joven agente que había llegado desde Madrid hacía apenas un par de meses. Martínez lo consideraba un chico inteligente y con las aptitudes adecuadas para hacer carrera en el cuerpo y ascender en el escalafón, siempre y cuando consiguiera desprenderse de las impostadas maneras policiales aprendidas en las películas norteamericanas de acción. Medía cerca de metro noventa, tenía cuerpo de atleta ―la camisa verde reglamentaria se pegaba a sus músculos fuertes y fibrados― y utilizaba unas gafas Ray-Ban modelo Aviator de lentes espejadas que se resistía a quitarse incluso en el interior de los edificios. Se creería un marine o un S.W.A.T., pensaba Martínez, pero estaba destinado en Extremadura y aquello no era Nueva York ni Afganistán. Si quería prosperar en aquel destino, tendría que aprender a comportarse como un agente rural normal y corriente, y dejar atrás las maneras grandilocuentes típicas de los agentes venidos de la gran ciudad.
— ¿Dónde demonios se habrá metido la gente? —preguntó el joven agente después de recorrer varias calles sin que ningún ser vivo, ni humano ni animal, les saliera al paso. Tampoco había coches circulando, ni se veía a gente en el interior de los bares y comercios por los que iban pasando.
— Estarán en sus casas —masculló el teniente—. A esta hora y con este calor no hay quien salga a la calle.
Un mal presentimiento ensombrecía su ánimo, normalmente inclinado a la templanza y a no dejarse llevar por impresiones superficiales. A pesar de lo que había dicho a su compañero para no inquietarle, no era normal encontrarse vacías las calles de un pueblo de más de dos mil habitantes a pleno día. Y desde luego, sabía que el calor no podía ser el motivo que les retuviera en sus casas. Los habitantes de la provincia de Badajoz, al fin y al cabo una de las más calurosas de España, estaban acostumbrados a hacer sus vidas bajo el sol incluso en las condiciones más extremas, con muchos días del verano en los que el termómetro sobrepasaba los cuarenta grados, sin que eso fuera óbice para que la gente saliera a sus calles para ir a la compra, a los bares, a visitar a los vecinos o, simplemente, pasear.
— Dobla por esta calle —el teniente indicó una calle que salía a su derecha—. Vamos a echar un vistazo al ayuntamiento.
La anciana apareció nada más realizar el giro. Daba la impresión de que su figura enlutada, encorvada y muy pequeña se había materializado en medio de la calle en el momento justo en el que doblaban la esquina. Incluso a la escasa velocidad a la que circulaban, no pudieron evitar atropellarla. El impacto lanzó a la mujer hacia atrás y pudieron escuchar con claridad el crujido que hicieron sus huesos al golpear contra el suelo. Martínez había escuchado con anterioridad en un par de ocasiones ese mismo sonido y sabía lo que significaba. El bulto negro quedó tendido a un par metros de distancia del coche.
— Joder —maldijo el cabo.
La violencia del frenazo había lanzado sus Ray―Ban contra el salpicadero. Sin ellas, su rostro era el de un adolescente de rasgos vulgares y aire embobado. A Martínez no le extrañó que las llevara siempre puestas.
— Joder, joder, joder —repitió sin soltar las manos del volante. Su semblante tenía la tonalidad blanca del papel.
El teniente esperó a que el chico dejara de maldecir. Cuando soltó el último «joder», permanecieron unos momentos callados, sintiendo que la angustia les corría por las piernas.
— Voy a echar un vistazo —anunció Martínez—. Tú quédate en el coche hasta que yo te diga.
Observó cómo se relajaba la expresión del muchacho al recibir la orden. El teniente se soltó el cinturón de seguridad, que había impedido que se golpeara contra el tablero acolchado, y se apeó del coche de un salto.
Un hedor indescriptible le envolvió nada más abrir la puerta. Allí fuera el aire era seco y muy caliente, y tenía una densidad plomiza que hacía daño en la garganta al respirarlo. Sacó un pañuelo y se tapó con él la nariz y la boca.
Avanzó hasta el cuerpo que yacía inmóvil en el suelo. Las ropas negras envolvían a la anciana como un sudario. Bajo ellas, la mujer era un bulto sin extremidades. Al caminar alrededor del cuerpo pisó con sus botas una sustancia pegajosa. Bajó la vista y comprobó que no era la sangre de la mujer, como había pensado, sino una materia viscosa de color verde que se extendía en torno a ella. Le pareció que el olor emanaba directamente de esa sustancia desconocida. Se giró hacia el coche e hizo una señal con la mano para llamar al cabo.
— Ven a ver esto —exclamó.
Pero el chico no se movió. Se había puesto las gafas, sin percatarse de que faltaba una lente. Su rostro empezaba a recobrar el color; había pasado del blanco a un amarillo macilento.
El teniente se agachó junto al cuerpo de la mujer. Un pañuelo negro envolvía la zona en la que debería estar la cabeza. Introdujo su mano entre la tela, buscando la arteria carótida para comprobar el pulso. Cuando sus dedos tocaron el cuerpo, apartó la mano con un estremecimiento. La piel del cuello era asombrosamente dura y su superficie estaba cubierta por lo que al tacto parecían bultos o láminas. No tenía temperatura esa piel. Se incorporó y corrió hacia el coche.
— Vámonos de aquí —ordenó nada más abrir la portezuela e introducirse en el habitáculo de un salto.
No hizo falta que le explicara nada a su compañero; las facciones del teniente, habitualmente impasibles, esculpidas con esa dureza del que ha visto demasiado, se contraían con una mueca de horror más explícita que cualquier palabra.
El cabo arrancó el motor e hizo retroceder el Nissan Patrol a través de la calleja por la que habían llegado hasta allí.
— Maldita sea, el olor se ha metido dentro del coche—exclamó con voz aguda mientras conducía con una mano en el volante y la cabeza girada hacia los asientos de atrás, buscando un lugar en el que poder dar la vuelta.
El teniente conservaba aún en la punta de sus dedos la impresión del movimiento retráctil con el que el cuerpo de la anciana —o lo que quiera que fuese aquello— había reaccionado a su contacto. Giró la cabeza hacia el lado del conductor y tuvo la vaga sensación de que el vientre se le aflojaba al ver el rostro del cabo desde cerca.
— No puede ser —balbuceó con la vista fija en su compañero—. No, no puede ser verdad.
El cabo pisó el freno y se giró hacia el asiento del teniente. Éste inhaló una profunda bocanada del aire repugnante que llenaba el coche, enfriado por el aire acondicionado, y obedeciendo a un súbito arranque de coraje, nacido del más profundo horror, deslizó su mano en su costado derecho y sacó de la funda la Beretta semiautomática modelo FS92. El cabo Trejo sonrió ferozmente cuando el teniente apoyó el cañón de la pistola en su frente escamada. Un relámpago de reconocimiento brilló en sus pupilas. Sus ojos, atónitos, eran aún los de un humano.
— Créeme, hijo —dijo—. Odio hacer esto.
El disparo le reventó el cráneo y dejó un hueco humeante del tamaño de una bola de billar en su cabeza. Sus sesos eran una pringosidad verde salpicada en el cristal estallado del lado del conductor. El tufo que desprendía llenó el habitáculo del vehículo. El teniente desvió la mirada hacia la mano que sostenía el arma. No hubo sorpresa, ni duda, ni miedo. Sin dudarlo, se introdujo el cañón en la boca, apoyándolo directamente sobre el cielo del paladar y disparó de nuevo.
Algunos minutos más tarde el aparato de radiocomunicación del vehículo crepitó y una voz asustada emitió una orden que nadie escucharía: “Salgan de ahí ahora mismo. ¿Me escuchan? ESTÁN EN EL NIDO, SALGAN INMEDIATAMENTE”.