Llegué a este lugar impelido por unos vientos gravitatorios racheados de componente esquivo y transversal al rumbo previamente establecido. Se podría decir, por tanto, que mi visita a Aguaire fue accidental. Los acontecimientos casuales dan lugar a grandes hallazgos, principian maravillosas amistades o hacen cambiar para siempre la trayectoria de muchas vidas. Será por este motivo, que algunas personas quieren explicar lo inexplicable y encorsetar el maravilloso misterio del azar, usando la etiqueta del “milagro” para todo aquello que no acierta a comprender. La primera impresión al zambullirme en la atmósfera de Aguaire, no puedo decir que fuera agradable, sino más bien lo contrario. Una vez completado el tiempo de adaptación a su materia orgánica, me pareció increíble que esa primera impresión fuera así de negativa. El planeta posee muchas particularidades medioambientales destacables, aunque es sin duda su composición atmosférica —responsable de su apelativo— lo que hace de Aguaire un enclave único en el vasto universo. No encontraréis en mis anotaciones una descripción científica de esta envoltura gaseosa, pues carezco de los conocimientos necesarios para tal empresa. Aunque sí puedo adelantaros que el término “gaseoso” estaría aquí, de hecho, mal empleado. Definitivamente, no es un gas lo que circunda la superficie planetaria. Tampoco se trata de un líquido… o quizás, sí. En todo caso, es un líquido que no moja. Una especie de agua casi tan ligera como el aire de nuestra Tierra. ¿Cómo denominar entonces a un elemento material que no acaba de ser ni líquido, ni gaseoso?... Decir que el ser humano puede sobrevivir inmerso en esta atmósfera es quedarse corto. En realidad, no se conoce lugar alguno donde la vida encuentre cuna más propicia. No se trata de que los humanos podamos respirar su atmósfera —efectivamente, podemos—, sino que ni siquiera es necesario respirar para sobrevivir. De alguna manera, el simple contacto de este singular elemento con la piel, es suficiente para sentirte más vivo de lo que nunca te hayas sentido, sin tan siquiera necesitar comestible alguno. Su capacidad para restañar heridas, para regenerar tejidos maltrechos es asombrosa. Incluso me atrevería a decir que entre sus cualidades se halla la de aliviar esas heridas que no se ven. A mí me ocurrió, aunque no sé si atribuirlo también —permitidme de nuevo el uso de términos manidos— a la casualidad o al milagro. Pero las características de Aguaire no se limitan, ni mucho menos, a esta posibilidad de vida plena en estado de perpetua apnea. Sus propiedades ejercen un efecto tal en el sonido que las palabras pronunciadas pueden adquirir forma. Eso no quiere decir que una palabra determinada se materialice en una imagen establecida para esa palabra, pues depende de quién la diga, el tono y el estado de ánimo del que la articula. Lo cierto es que conceptos parecidos crean formas similares entre sí, aunque hayan sido pronunciados en idiomas diferentes. El estrépito de un grito puede configurar una silueta distorsionada y retorcida, un contorno sombrío que se abre y cierra como un paraguas enloquecido. Mientras que un susurro puede alcanzar proporciones monumentales y una cascada de matices cristalino-irisados, siempre y cuando su mensaje sea conciliador. Cualquiera de estas infinitas formas se desvanece al mismo tiempo que enmudece el eco de la palabra que las ocasionó. Y en cuanto a la música… ¡Aaah, la música! ¡Cómo describir con palabras el modelado de su morfología en Aguaire! La armonía esculpe imágenes vivas y fluctuantes que te sacuden y de alguna manera se solidarizan con el perfilado de una nueva imagen de ti mismo. Es una danza inmarcesible que se contonea y te salpica de colores que jamás antes habías visto ni imaginado. Las notas de piano construyen escaleras infinitas en espiral. El violín crea hondas que te abrazan lascivamente, como esa amante que jamás presentarías a tus amigos. El saxo tira de ti, te pide mucho más de lo que podrías ofrecer, y precisamente por eso te sientes más consciente que nunca de tu propia inconsciencia. Y la guitarra es la que canta, ríe, llora, recita, muere y resucita. La guitarra desflora notas en espasmos de manantial vespertino. ¡Cuánto se parecen las imágenes propiciadas por la guitarra a las palabras pronunciadas desde el desaliento! Una gran orquesta sería capaz de encarnar un pequeño universo repleto de los más insignificantes matices… Supongo que ya os habréis apercibido de que éste no es un lugar adecuado para el ser humano. Las cualidades de esta atmósfera rechazan su naturaleza o, mejor dicho, la naturaleza humana rechaza dichas cualidades, pues esta peculiar atmósfera da pie a un estado, similar a la desnudez, al que no estamos acostumbrados, ni podemos en modo alguno llegar a adaptarnos. Una vez estás enmarcado en su ámbito, unos esbozos de forma y color indefinido delatan tus sentimientos, como si estos afloraran de tu propia piel. Hace siglos que a esta manifestación la denominan “aura” en diferentes culturas, pero nunca hasta ahora y en este planeta, había resultado tan evidente su presencia. Se dice que el aura es un conglomerado tan complejo de abstracciones y sentimientos, que el cerebro humano es incapaz de percibirlo, menos aún de interpretarlo. Ni siquiera en Aguaire se puede, a pesar de materializarse ante nuestros ojos. Pero cuando llevas cierto tiempo en este lugar, nuestro entendimiento consigue interpretar imágenes, en principio incomprensibles y en frenético dinamismo multicolor, bordeando nuestra entidad. En cierto modo nos llegamos a hacer “transparentes”, y ese es un lujo que pocas personas se pueden permitir, por no decir ninguna. No me quedó más remedio que abandonar Aguaire finalmente, no sin antes disfrutar de sus maravillosas peculiaridades durante todo el tiempo que pude. Aproveché la migración de una gran bandada de seres semejantes a las medusas, pero de cuerpos casi etéreos que les permiten desplazarse por la atmósfera. De vuelta a la Tierra, tuve que aprender a respirar de nuevo. Pasaron muchos días hasta que el hecho de respirar tornó a ser la actividad inconsciente y relajada que siempre había sido. Mucho menos esfuerzo me costó aprender una vez más a camuflar mis sentimientos.