Hace mucho, mucho tiempo, cuando los dioses aún habitaban las tierras de Lissandria, se produjo una gran batalla por la liberación de los mortales. Un combate ininterrumpido que duró cien soles y cien lunas y que hoy en día se conoce como la Batalla de las Amapolas. En ella, se enfrentaron las demoniacas huestes del Imperio Oscuro, al servicio de los dioses; y el flamante ejército de la Confederación Vigía. La lucha fue terriblemente sangrienta, implacable, cruel y salvaje. Sobre todo salvaje. Las mujeres y los hombres libres de Lissandria luchaban por el amor a su tierra mientras que los demonios del Imperio Oscuro lo hacían por el miedo al yugo de sus amos.
En el último día de la guerra, cuando apenas un centenar de hombres y mujeres mantenían heroicamente la lucha, ya condenada al fracaso, contra un millar de criaturas del averno, ocurrió algo que sorprendió a todos los presentes. Un ser, enfundado en una armadura dorada, apareció de la nada arremetiendo contra los demonios de los dioses. Sus golpes eran mortales y su armadura impenetrable. Pronto los pocos engendros divinos que quedaban tuvieron que huir despavoridos. En el otro bando enseguida aparecieron los gritos de victoria y júbilo. Sin embargo, la alegría duró poco. El tiempo que ese ser empezó a aplastar sus cuerpos bajo el acero de su maza.
Desde entonces, en donde antaño crecían amapolas blancas ahora crecen amapolas carmesíes. Los sabios de la zona cuentan que se debe a los ríos de sangre que recorren el subsuelo desde la masacre de la Batalla de la Amapolas…