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Jose Ángel Conde Blanco

La cadena de montaje órfica


Nadie le había pedido permiso a la carne para ser violada. El alma tendría que esperar una vez más su turno, agazapada detrás de la pared amniótica que formaba ahora su único cielo y horizonte, después de haber viajado a través de las carreteras de la metempsicosis. La carne estaba en constante pelea consigo misma y con el exterior para conseguir una forma que variaba con la idiosincrasia propia de cada unidad espacio-temporal en la que se desarrollaba. El abrir de ojos debía producirse una vez más y todo debía desenvolverse según la lógica de los ciclos de transmigración. Pero esta vez no sería un alumbramiento voluntario. Esta vez no se iba a producir un nacimiento sino un asalto a las regiones ocultas del alma para arrebatar aquello que no debía eclosionar antes de tiempo. Las paredes internas de la cáscara producían movimientos sísmicos, golpeadas por una voluntad externa que se oponía a la del éter infinito, una entidad que sólo entendía de lo físico y lo corrompible, que no profesaba más que un odio profundo a lo que sus extremidades no pudieran apresar y privar de esencia y libre albedrío. Ese ser o seres no tenía rostro ni forma, y quizá por ello su principal motivación vital era el ansia de apoderarse de lo que sí la tenía, de todo lo existente, para aprisionarlo en su propio plano aberrante, su reino dimensional. Esa entidad era una nube oscura que sólo deseaba, esa forma informe…

… El recién nacido es producido y pronto empezará a producir por sí mismo. Como él, millones se desplazan a través de la cinta transportadora, todos tan necesarios, aunque nunca serán conscientes de su verdadera finalidad. Con el paso del tiempo nuestra manufactura evolucionó tanto que les fueron arrebatados sus dioses y creencias, y se les dejó únicamente su más inmediata e imprescindible fisicidad. Nunca más volverían a ser únicos, pero eso no era ya necesario, porque como conjunto cumplían con creces la función para la que habían sido concebidos. Son artefactos de una precisión extraordinaria, cenit de la ciencia de nuestra raza, y nos sirven bien. Un prodigio de evolución. El trabajo en serie no nos permite detenernos a apreciar su acabado como se merece. Debemos chequear cada uno de ellos, pero pocas veces reflexionamos sobre lo que este producto en concreto supone. Observo a través del monitor la composición de uno en concreto y analizo todos sus datos de forma, temperatura, peso… Una vez más un perfecto trabajo y sólo tengo que esperar a que se abra y salga al exterior. La cáscara se desenvuelve como una vagina fría que se excita de forma mecánica, lubricando un aceite que va ablandando la corteza de metal, quebrada en grietas crecientes que se asemejan a los circuitos de la placa-base de cualquiera de nuestros líderes informáticos. Es su imagen y semejanza miniaturizada, más controlable que en los tiempos en que cometimos aquellos errores genéticos. Sin rostro, sin extremidades, el esqueleto hacia fuera formado por pequeñas turbinas y pistones capaces de los más rápidos y continuados movimientos, de producir enormes cantidades de energía. Sólo se moverán cuando se les diga, sólo pensarán lo que se les programe. Levanto el huevo hacia la pared oscura de la nave industrial, similar a un infinito horizonte nocturno, y observo cómo mi guante aislante lo sostiene igual a la superficie de un planeta sobre el que el producto estuviera tumbado, mientras la grasa negra de su sangre reluciente se fusiona con la cáscara de celulosa que se va derritiendo. Pronto estará listo para funcionar.


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