Mi llegada a la ciudad empezó por casualidad, al igual que esta historia. Aún no conocía a nadie y el gentío me empezaba a asustar. Debo de estar haciéndome un ermitaño, pensé. Conque una noche me dirigí a uno de los bares cercanos a mi piso. Si tenía que salir por patas tendría mi casa cerca. Entré y pedí una cerveza. Observé a los demás personajes de ese inhóspito lugar. No parecían mala gente. Cuando estaba a punto de empezar la cuarta cerveza una chica entró al mugriento bar, se sentó a mi lado y pidió lo mismo que yo. Pagué la cuenta y me largué de allí. Me pareció extraña la presencia de una chica en ese local. Allí eran habituales los borrachos y los solitarios. Yo me estaba convirtiendo en las dos cosas. Mirándolo por el lado positivo, al fin empezaba a encajar en un grupo. Visitaba aquella taberna con frecuencia y la chica también. Todas las noches hacía lo mismo. Era una especie de ritual. Siempre que iba a empezar la cuarta cerveza entraba ella, se sentaba a mi lado y pedía lo mismo. Uno de los días decidí beber en el piso. Empecé a beber temprano para poder bajar al bar a la misma hora de siempre. Cuando llevaba dos packs de seis cervezas en mi estómago bajé decidido al bar y pedí una copa. A los poco minutos la chica volvió a entrar. Miró mi copa y sonrió. Era guapa, quizás la chica más guapa de toda la ciudad, y estaba sentada a mi lado. No hablamos nada. El camarero nos miró y salió de la barra para bajar la verja metálica de la entrada. << ¿Era una trampa para vender mis órganos al mercado negro?, ¿me darían una paliza y robarían los pocos euros que tenía en el bolsillo?>> Todas esas preguntas entraron veloces en mis pensamientos hasta que el camarero nos miró y se dirigió a nosotros dos. – Podéis fumar aquí dentro, aún me queda media hora para cerrar- anunció mientras iba a la parte trasera del local. Gracias a los cielos. Gracias a Dios y todos los Santos Apóstoles. Juraría que me había orinado encima del susto. Seguí un rato más allí y observé a la chica por el reflejo de las botellas. Sacó un cigarrillo de su pitillera plateada y la dejó en la barra. Me ofreció un cigarro y lo acepté. Llevaba más de diez años sin fumar, pero no me importó. Estaba tan nervioso que me habría fumado al camarero liado en un periódico. – Me llamo Sofía - dijo separando sus labios del pitillo y dejando un cerco carmesí alrededor del filtro. – Arturo- contesté. Hablamos durante algo más de media hora hasta que el camarero al fin nos echó del garito. Dejé que Sofía saliera primero. Giré sobre mis pies para despedirme del camarero y le hice un gesto con la mano, él como queriendo advertirme de algo movió la cabeza de un lado a otro, haciendo señas de negación. ¿Por qué hizo eso? ¿Por Sofía? ¿Era peligrosa?... Me daba igual, era la primera mujer que me hablaba desde hacía meses. Asentí y me largué con ella al piso. Abrimos otro pack de cervezas y seguimos bebiendo y charlando. Me estuvo contando que era una especie de bruja o algo así y que le venía de familia. Yo le conté que era un escritor frustrado y encajamos a la perfección en nuestros pequeños universos, ambos aceptamos las taras de cada uno. Le pedí que me adivinara el futuro, pero se negó en rotundo. En cambio, a los pocos minutos me dijo que lo haría se le escribía un poema. Me negué y al final ninguno consiguió el arte del otro. Los días dieron lugar a los años y los años al matrimonio. Un buen día estuve escribiendo un poema que hablaba del sentimiento tan grande que sentía cuando Sofía decía <>. El poema narraba cómo hacía inmenso mi corazón hasta el punto de no poder soportar tanto amor. Aunque nunca pensé que aquello me traería consecuencias tan desastrosas. De haberlo sabido nunca habría escrito nada... Con el paso de los días empecé a notar que iba aumentando de tamaño, literalmente: cuánto más nos queríamos más crecía en tamaño y estatura. Los “Te quieros” se hacían más frecuentes y yo más crecía. Para cuando me di cuenta medía dos metros y medio de altura. Empezaba a serme complicado el andar por casa, ir al baño, acostarme en la cama o tumbarme en el sofá. Los transeúntes me miraban morbosos. Apenas podía disimular mi estatura cuando llegué a los seis metros. Me sentía mal con mi físico y fatigado mentalmente. Era toda una odisea dormir, comer o asearme. Tenía que ir al lago para poder ducharme. A la hora de la comida íbamos a un descampado y Sofía cocinaba grandes cantidades de carne en una improvisada barbacoa con el fin de saciar mi hambre voraz e incontrolada. No podría aguantar más tiempo, me estaba destrozando de forma económica y moral. El amor me estaba haciendo polvo. Una tarde decidimos dar un paseo y acabamos en el parque, yo tumbado sobre la hierba fresca y ella sobre mí. No pude reprimirme por más tiempo y opté por cortar la relación. – Tenemos que dejarlo. – No digas eso grandullón, te quiero muchísimo. – Por favor, me haces daño. – ¿Te hace daño el amor? - preguntó extrañada- adoras que te quiera, lo dices en uno de tus poemas. – Sofía escúchame necesito tiempo. La conversación desencadenó una fuerte discusión y las sonrisas, las palabras amables y las miradas de complicidad se tornaron en riñas constantes. Al volver a casa metí la mano por la ventana y empecé hacer la maleta con mi ropa. Las camisetas podría haberlas metido en uno de mis dedos ya que me quedaba todo minúsculo, pero no iba a dejarle a ella mis pertenencias. Comenzó a insultarme y a lanzarme cualquier objeto que estuviera a su paso. Comencé a sentirme mejor. Me largué de allí con todo el equipaje, mi máquina de escribir y algunos muebles metidos en el bolsillo. Pasé por el bar de siempre y el camarero miró asombrado mi gran cuerpo a la vez que negaba con la cabeza. – Lo sé amigo mío, lo sé- dije y seguí calle abajo. Eché la vista atrás y miré la ciudad mientras caminaba, notando como los edificios se iban haciendo cada vez más pequeños. Y yo con ellos.