La niña se despertó sobresaltada en su cálida cama. Tardó varios minutos en poder controlar su respiración y caer en la cuenta de que todo había sido un sueño. Extraño y vívido, pero un sueño al fin. Cuanto más tomaba conciencia de que había vuelto a la realidad, más lejano le parecía lo que había soñado, y, con el transcurso de los minutos, incluso comenzó a olvidar las imágenes que tanto la habían atemorizado momentos antes. Echó un vistazo a su habitación: hasta donde llegaba su visión, todo estaba en orden, como lo había dejado unas horas antes, cuando sus padres le dieron el beso de buenas noches. Su osito de peluche estaba a su lado, reflejando la luz de la luna en sus ojos sin vida. Sin embargo, persistía en ella una leve inquietud− ¿por qué habré soñado justo eso? −se preguntaba mientras permanecía en la penumbra de su pequeña habitación, solo iluminada por la ventana sin rejas que ofrecía la visión de su extenso patio trasero. De repente, sus pensamientos fueron interrumpidos por un fuerte viento que abrió de golpe las hojas de la ventana, provocando un escalofrío involuntario en el cuerpo de la pequeña. Con cierto recelo se levantó y se dirigió a la ventana para cerrarla, todavía con esa inquietud inicial que no había podido disipar. La visión que le devolvió la ventana cuando se acercó lo suficiente le heló la sangre. Iluminado por la brillante luz proveniente de la luna, estaba el viejo árbol de roble con el que tanto había jugado −y todavía jugaba− la niña, corriendo a su alrededor o trepando en sus inmensas ramas. Pero algo había cambiado. Colgado de una de las ramas, había un gran esqueleto, blanco como la nieve, excepto por un solo zapato negro colocado en los huesos de sus pies. Exactamente como en su sueño. Seguía mirando fijamente al esqueleto colgado, casi hipnotizada por el balanceo de este producto de la brisa que soplaba, cuando las cuencas de la calavera, vacías y oscuras, se fijaron en ella. Ese acto fue como si hubiera escuchado un ruido fuerte, y reaccionó dominada por el pavor. Corrió hacia la habitación que compartían sus padres, convencida de que ellos la consolarían. Pero cuando llegó a la puerta, vio que las camas estaban vacías, igual que esas cuencas que − ¿se estaba volviendo loca? – la habían mirado. Desesperada, se dirigió nuevamente a su cuarto, y, reticente, miró por la ventana. La visión era la misma, solo que esta vez el esqueleto tenía puesto el otro zapato que le faltaba. Era exactamente igual al que la niña había tenido puesto durante el día. No soportó más aquel escalofriante panorama y lanzó un fuerte grito que la despertó sobresaltada en su cálida cama. El grito alarmó a sus padres que corrieron a verla, calmándola y diciéndole que no había ningún esqueleto en el árbol. Pero ella sabía que, si miraba debajo de su cama donde guardaba su calzado, iba a faltar el zapato izquierdo.