Otra vez colocas un cadáver sobre la camilla. Otra vez miras los ojos vacíos de un monstruo hecho de piezas; otra vez coges los guantes manchados de sangre seca que te esperan sobre la mesa. El olor del látex en la nariz. Con el bisturí y las gafas de aumento, abres el cráneo del engendro hasta que encuentras el lugar clave. Cortas despacio, te tiemblan las manos y la sangre gotea como una tinta demasiado líquida. Se escucha un estertor en el pecho del monstruo, el tuyo también se altera. Y luego nada. Te sientas sobre la silla, los ojos cerrados. Al quitarte los guantes y dejarlos caer sobre el suelo, todo es silencio.