Su semblante aparecía constantemente como la brisa marítima de la playa en invierno. Su mirada, inyecta y tentadora inspiraba una mezcla entre pánico, angustia e ironía. Sus labios mortificados me recordaban a aquella película de terror que tantas pesadillas me causó siendo todavía un niño. El clásico monstruo de dentro del armario, o el tío, hermano de tu padre, que espera cada noche a que vayas por tu propio pie a la cama para luego ir y desearte una gran noche después de haberte leído el mejor cuento de la historia. Sin embargo, a pesar de infundirme ese tipo de sensaciones, había algo extraño... diferente en su rostro. Era como si... algo, lo tuviera retenido. Como si algo peor que su propia maldad le asegurase un destino devastador al dejarse someter al anhelo de disfrutar de una gran noche. Ahora hasta le había crecido el vello entre las orejas y las mejillas, bajo su enorme nariz y en el hoyuelo de la barbilla. En el pecho, incluso. Quién imaginaría qué podría esconderse en el alma de aquel hombre maniatado por sus propios deseos. – Papi, ¿me lees un cuento? – Por supuesto hijo. Métete en la cama, que me afeito y voy.