Relato de lectores 'Mi inapropiado lenguaje'
- David Martínez Gómez
- 11 jun 2017
- 5 Min. de lectura

–¿Está seguro de que quiere someterse a esta operación? En mi opinión es una extraordinaria insensatez –insensatez es la palabra que sale de la boca de la cirujana pero tengo la vaga impresión de que estaba pensando en algo más parecido a locura–. No obstante, de ningún modo me opondré, ya que esto es parte de mi trabajo y me pagan por ello. Supongo que ya lo habrá tenido en cuenta pero es mi deber recordarle una vez más que las consecuencias serán irreversibles: desde el momento en el que los implantes le sean extraídos, contará con un breve plazo para abandonar la Demarcación y no se le permitirá regresar nunca más; ni siquiera como turista. La renuncia a la ciudadanía es definitiva. –Sí, lo comprendo y lo acepto. Mi decisión es firme y meditada. Deseo continuar con el proceso. Estoy hastiado de vivir en esta sociedad rebosante de gente de poco entendimiento y razón. Sin ánimo de ofender… –le respondo. En realidad lo que he pretendido decir es que estoy harto de vivir en una sociedad llena de gilipollas, pero el traductor automático se ha encargado de dulcificar mi frase, como siempre. –Descuide, no me ha ofendido. Pues si está convencido y no prefiere reflexionar un poco más sobre este gran cambio en su vida, podemos empezar con el papeleo y… –dirige su mirada hacia una agenda electrónica– podríamos fijar la fecha de la intervención para dentro de seis días. ¿Le parece bien? –¡Perfecto! Cuanto antes mejor. No habían transcurrido ni siquiera dos años desde que me había trasladado a la metrópolis. Aún así, había sido tiempo de sobra para llegar a la amarga conclusión de que había cometido un terrible error. No soporto este estilo de vida y no quiero pasar el resto de mi existencia en esta comunidad de lunáticos. Ojalá hubiese sabido antes de venir que esto era lo que me aguardaba. ¡Qué engañados estamos en el exterior! Nos venden la cara amable, pero la oscura hay que descubrirla por uno mismo. Me marché de la villa de mis padres no porque fuera un mal lugar para residir, sino simplemente porque tendría más oportunidades laborales fuera de ella. Y también porque deseaba formar parte de un ambiente más tecnológico de lo que mi pueblo podía llegar a ofrecer. No me resultó difícil encontrar un puesto de trabajo. Tenía un expediente notable y buenas referencias. Por lo tanto, desde que tomé mi decisión hasta que la solicitud de ciudadanía fue aceptada sólo se cumplieron un par de meses. Enseguida preparé las maletas, encontré un piso donde alojarme y me expuse al proceso de integración, es decir, a la instalación de una serie de implantes cerebrales que me convertían en un ciudadano de pleno derecho. Estos implantes actúan como tarjeta identificativa dentro de la Demarcación y conceden acceso a la Red Metropolitana. Muy útiles tales funciones. Sin embargo, también contienen otros elementos más fastidiosos, como el que ha provocado mi ansia por largarme de aquí: el traductor automático o intérprete. Durante los primeros días o semanas que pasas en la ciudad te sorprende la amabilidad con la que se tratan los residentes entre sí. Aún cuando muestran enfado o cuando tienen que formular una crítica negativa emplean palabras suaves, expresiones sutiles y nada de exabruptos ni términos hirientes. En cambio, más adelante se te empieza a revelar que no es más que una fachada construida a través del uso de los intérpretes. En el fondo están siendo tan groseros y viles como en cualquier otra parte del mundo, pero los implantes se ocupan de enmascararlo. El traductor no modifica los sonidos que surgen de nuestros supuestamente malhablados picos. El truco consiste en alterar lo que el cerebro descifra a partir de las señales captadas por los oídos. El intérprete realiza un filtrado ocultando el lenguaje inadecuado y haciéndonos oír una versión políticamente correcta según los estándares de la legislación vigente. No te sumergen de golpe en esta rutina sino que hay un tiempo de adaptación durante el cual las palabras malsonantes van desapareciendo poco a poco de tu discurso. Al principio parece una idea brillante y se acepta de buen grado: moderando el lenguaje se pretende conseguir una sociedad más respetuosa y menos predispuesta a ideas y acciones incívicas. Sin embargo, el resultado final es el hundimiento en una profunda hipocresía generalizada. Mi rechazo comenzó a gestarse tras conversaciones a priori insulsas, como las típicas charlas de bar sobre deportes. Por ejemplo, debatiendo sobre competidores agresivos y tramposos, me costaba entender que sus actuaciones fueran descritas como juego sobre el límite del reglamento, detalles de picardía o ingenioso pero cuestionable manejo del entorno y los tiempos. El recelo continuó creciendo más adelante al oírme durante algún momento de cabreo diciendo ¡cáspita! cuando en verdad quería soltar un sonoro ¡joder!. Todos estaremos de acuerdo en que la primera interjección carece de la fuerza de la segunda, ¿no? Pero el detonante de mi resolución, la gota que colmó el vaso de mi tolerancia, vino de la mano de los medios de comunicación y el abuso de los eufemismos por parte del intérprete a la hora de describir los sucesos de actualidad. Mis ganas de escapar de esta viciada sociedad fueron aumentando día a día a causa del empleo de expresiones como amantes de lo ajeno en lugar de ladrones, ajustes en vez de recortes, servidores públicos de dudosa conducta sustituyendo a políticos corruptos, semejantes por debajo del umbral del bienestar reemplazando a personas pobres o gobernante con sumos poderes para referirse a un dictador. El punto de no retorno lo alcancé cierta jornada en que los noticiarios informaron de una lamentable tragedia y lo hicieron mediante los siguientes términos: “la existencia objetiva de más de doscientos elementos de nuestra especie ha llegado a su fin a causa de un acto lesivo de gran magnitud consumado por una colectividad de exaltados lidiadores”. ¡Estaban hablando de un maldito atentado terrorista con más de doscientas víctimas mortales! ¡Y nuestros implantes se las habían apañado para encontrar una de las maneras más delicadas posibles de transferirnos esa información y reducir el intenso impacto que tal acontecimiento debería ocasionar en nuestro estado de ánimo! Era una indiscutible demostración de que nos estábamos volviendo idiotas al no querer ver el mundo tal y como era en realidad y preferir, en cambio, contemplarlo a través de un filtro. Desde dicho instante yo ya no soportaba continuar viviendo dentro de esa afable ficción. Había llegado el momento de regresar al punto de partida. Los efectos de la anestesia se están desvaneciendo y comienzo a pensar con claridad. Me intento concentrar para realizar una búsqueda rápida a través de la Red Metropolitana pero no detecto ningún dispositivo que pueda responder a mi petición. “¡Genial!”. Oigo cómo se abre la puerta de la habitación y veo entrar a la doctora que me ha operado. –¿Cómo se encuentra? –me pregunta después de revisar el monitor al que me hallo conectado. “¡De puta madre!”, pienso contestar. Y por primera vez desde hace mucho tiempo escucho cómo mi voz repite el inapropiado lenguaje de mis pensamientos.