No dejaba de oír aquello. Machacaba mis oídos, mis nervios y mi razón. Pero le daba igual. A mí, también me daba igual. No era por el tema. Era... era que me estaba desquiciando. Aún lo oigo, aunque sé que no es posible. Bueno, no es realmente posible, cierto. Pero escucho en mi mente su agónico gorgoteo. Si llego a saber que me iba a remorder tanto la conciencia, no le habría apretado de esa manera. No, no le habría retorcido el pescuezo. Porque, al fin y al cabo, sigue machacándome el cerebro. Aunque esté muerto. Eso, a él, se ve que le da igual.