Un relato que se ubica en un tiempo anterior a otro relato del mismo autor 'Una historia de Harat'
Ya casi amanecía una vez más, y un suave rocío había dejado un manto transparente sobre todas las cosas, dando algo de frescura a la mañana. Los días anteriores el calor había sido intenso y agotador, a eso le podía sumar el dolor y el ardor de su muslo derecho, sentía un incesante latido en la herida.
Se quitó el vendaje para ver cómo estaba, pero el mal olor y el color amarillento de las vendas ya le advertían de la infección. Parecía una boca pintada de escarlata, y alrededor de ella un círculo completamente verde se expandía día a día. Limpió la herida con el poco licor que le quedaba en su pellejo y maldijo de dolor, el vendaje produjo el mismo efecto, el latido era cada vez más fuerte, pero sabía que no había una forma fácil de detener el sufrimiento.
Se alistó para la partida, su caballo estaba descansado y listo para una jornada más de viaje, pero no podía decir lo mismo de su propio cuerpo, el sólo hecho de ponerse los pantalones era doloroso, pero tenía que hacerlo, no podía dejar que el calor maltratara su herida. Se puso la chaqueta de cuero, los guantes y las botas, la espada en la espalda y las dagas en la cintura. Recogió sus mantas y verificó sus pócimas, botellitas pequeñas de diferentes colores estaban ordenadas dentro de un arcón de madera negra, seleccionó una de color amarillo intenso y bebió un breve sorbo. Una fuerte tos lo puso de rodillas y un hilo de sangre se deslizó de su nariz, pero luego de un momento sintió que la fuerza volvía, el dolor se alejaba y pudo montar sin sentir los latidos en el muslo.
Desde que había tomado el camino de regreso hacia Ul-karak notó los estragos de la guerra. Los campos se veían desiertos, con muchos cultivos ahora en cenizas, numerosas villas en el camino estaban abandonadas, y en algunos casos aún se veían los cadáveres de los pobladores apilados en hogueras o colgados de árboles. Siempre sucedía lo mismo cuando la guerra estallaba entre el alto Ul-karak y el bajo Ul-karak, los que sufrían todas las atrocidades eran aquellos que no sabían nada de las disputas de sus señores, el pueblo perecía más a menudo bajo la espada que los soldados. Por ello era común ver campesinos escapando de las penurias y buscando refugio en las montañas del sur, lo más lejos de los campos de batalla, a veces eran grupos pequeños y en otras ocasiones eran aldeas enteras.
Para los señores eso era intolerable, los buscaban y los cazaban como animales, algunos eran apresados y forzados a marchar hacia la batalla, mientras que otros eran mutilados como ejemplo ante la desobediencia, debían permanecer en sus tierras y seguir pagando sus tributos a cómo diera lugar. En muchos casos no se podían distinguir los soldados enemigos de los propios, pues todos hacían pillaje e incluso se llevaban a las mujeres y nadie volvía a verlas.
Una columna de humo detrás de una colina parecía indicar otro incidente como éste, el camino por el que iba llevaría al jinete directamente hasta aquel lugar, así que por precaución se fue apeando hacia el borde del sendero. No deseaba encontrase con alguna pelea, era lo que menos necesitaba en ese momento, se sentía débil y sus brebajes ya no surtían el mismo efecto vigorizante, por el continuo uso. La tos y la sangre no son buena señal, pensó. Y era verdad, los maestros les advertían a todos de los riesgos del uso prolongado y del abuso de dichos brebajes, la prudencia e inteligencia debían ser sus armas más importantes, y no las dagas o las pócimas, les decían.
Al doblar el camino y alcanzar la colina confirmó sus pensamientos, el fuego estaba consumiendo unas cuantas casuchas y eran las que alzaban las columnas de humo que había visto. Un grupo de hombres con el estandarte del bajo Ul-karak estaban quemando las casas, tenían tres carromatos con unas jaulas donde estaban encerradas varias personas, algunos de ellos pedían ayuda, otros intentaban romper las uniones de la jaula o roer las cuerdas, y otros parecían haber aceptado su destino y permanecían callados o sólo lloraban. Por el suelo se veían los cuerpos de hombres, mujeres y niños, muertos y mutilados. Asesinados sin piedad, pensó, ninguno pudo defenderse.
A medida que el jinete avanzaba veía las atrocidades del pillaje, siempre se sorprendía de las cosas que el hombre podía hacer, de cómo una espada en la mano transformaba el espíritu y los corazones de las personas, incluso cómo había transformado el suyo, hace ya tanto tiempo. Por un momento pensó en esconderse, bajar del caballo y ocultarse tras alguna roca, aquellos soldados aún no lo habían visto. No necesitaba un combate en esos momentos, el dolor de la pierna había vuelto, no era tan fuerte, pero no lo dejaría luchar con todas sus fuerzas. Además no ganaría nada matándolos, solo serían un retraso en su regreso, y por el color de su herida, no podía perder tiempo en esas distracciones. Estaba en esos pensamientos cuando de pronto vio que un hombre de brazos anchos salía de una de las casas que se consumían por el fuego, llevaba una espada en la mano y fue tan sorpresivo que los soldados no lo vieron hasta que fue muy tarde para uno de ellos, la espada se hundió en la espalda y salió por el pecho. Una mujer y un niño salieron tras él con cuchillos e intentaron acercase a los carromatos, al parecer para liberar a los cautivos, pero fueron interceptados por otros dos soldados que los echaron al suelo de un empujón. El hombre de brazos anchos que tenía la espada estaba frente a otros cinco, lanzaba estocadas al aire e intentaba no quedar rodeado, pero era lento y no lo puso evitar, un par de cortes en las piernas lo pusieron de rodillas y la espada cayó al suelo, los soldados reían mientras el hombre intentaba ponerse de pie, intentó acercarse a la espada pero recibió un corte y perdió la mano.
El grito de dolor hizo que la mujer y el niño regresarán en ayuda del hombre pero ya era demasiado tarde, uno de los soldados que al parecer era quien estaba al mando se adelantó y se quitó el casco para mostrar una cicatriz que le cubría la mayor parte del rostro y le daba un aspecto temible; de un solo manotazo mujer y niño estaban en el suelo nuevamente, luego saco su espada y de un solo golpe el hombre arrodillado fue decapitado.
El hombre de la cicatriz soltó una carcajada y se acercó a la mujer que aún lloraba su pérdida, con un grito ordenó que se preparan a partir y en seguida la sujetó de los cabellos y la arrastró por los suelos hacia una de las casuchas que aún no estaba en fuego. El niño saltó y luchó para evitar el ultraje de su madre pero otro de los soldados lo jaló de una pierna y lo levantó en peso.
No otra vez, el jinete rechinó los dientes, maldita sea.
Hincó las espuelas y avanzó a trote, de su cofre sacó una botellita, con un líquido de color rojo como la sangre, y la puso en uno de los bolsillos ocultos de su manga, ya no podía beber la pócima amarilla pues el exceso le podía provocar la muerte, si luchaba sería con la limitación de su pierna herida, debía, por lo tanto, ser rápido, muy rápido.
Los soldados lo vieron acercarse, bajando por el camino, y se hicieron unas señas entre ellos, dos se acercaron y bloquearon el paso, llevaban las espadas en la mano y las levantaron para que se detenga.
-Di el nombre de nuestro señor -le dijo el primero de los soldados, que se acercaba por la derecha, mientras que el segundo buscaba rodearlo por la izquierda.
-No sé quién es su señor -dijo el jinete, se había colocado la capucha y su rostro no estaba visible-, y tampoco me importa su guerra.
-Muestra tu rostro, extranjero –el segundo soldado estaba detrás del caballo-. Di a qué casa sirves.
El jinete miró a los dos hombres, podía matarlos sin dificultad, el primero tenía una armadura de placas pero no llevaba casco y el segundo tenía solo una camisa de cuero acolchada. Suavemente puso las manos sobre sus dagas, Miedo y Muerte, y mostró una leve sonrisa.
-Sirvo a la Casa de las Sombras.
Vio como el primero de los soldados abría muy grande los ojos y daba pasos hacia atrás, sin duda había escuchado aquel nombre pero no pudo hacer nada al respecto, con mucha rapidez el jinete sacó a Muerte y la lanzó con tal precisión que se clavó en su frente, y el infortunado hombre cayó de bruces. Con un jalón oportuno de las riendas evitó que el segundo soldado cortara las patas del caballo, desenvainó su espada y se abalanzó sobre éste, la hoja atravesó la suave defensa y salió manchada de sangre. Giró y sacó a Miedo, estaba a punto de lanzarla cuando un dolor en la pierna le hizo perder el pulso y falló el objetivo. Maldijo una vez más y a duras penas se mantuvo sobre el caballo, chocó espadas con el tercer soldado y consiguió abrirle una herida en el cuello por donde fue perdiendo la vida a borbotones.
El último soldado había sujetado al niño por los pies y lo llevaba a la jaula, al ver al jinete matar a sus compañeros corrió para luchar y con un fuerte golpe consiguió que éste perdiera el equilibrio y cayera al suelo, intentó matarlo ahí pero las espadas se interceptaron y rápidamente se dio cuenta que no era un rival para su enemigo, perdió su espada y luego la vida.
El jinete de dirigió entonces a la casucha en busca del hombre de la cicatriz, arrastraba la pierna y el dolor casi insoportable aturdía sus reflejos. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntaba, salvar a esta gente era perder tiempo valioso. Era noble, sin duda, pero necesitaba conservar su vida y cumplir su misión. Ese era su deber, pero, sin embargo, los recuerdos habían estallado en su interior…
-¿Vienes por mí –el hombre había salido de la casa y traía algo en las manos que el jinete no pudo ver claramente en un primer momento-, o es que vienes por esto?
La lanzó por los aires y fue rodar a los pies del hombre que había quedado inmóvil por la cojera y la sorpresa. Los cabellos se mezclaron con la tierra y la sangre y le dieron un aspecto repugnante al rostro de la mujer. Había llegado tarde una vez más, no había sido capaz de salvar a aquella mujer, ni a la otra, tanto tiempo había transcurrido y, sin embargo, aquel recuerdo siempre encontraba la forma de llegar a la superficie. El fuerte llanto del niño junto con la risa estruendosa del hombre de la cicatriz lo hizo reaccionar.
-Ven a morir, perro –el hombre de la cicatriz escupió al suelo, sacó su enorme espada y se arrojó sobre el jinete.
El dolor en la pierna hizo que a duras penas escapara del ataque, sin duda que el líder de los soldados era rápido, pero nunca sería mejor que él, nunca tendría sus habilidades o sus pócimas.
-No buscaba luchar contra nadie, pero no puedo dejar que animales como ustedes estén libres por otra está región. No es mi guerra, pero sería un placer tener la cabeza de tu señor en mis pies -con un ágil movimiento de los dedos extrajo la botellita roja de su bolsillo secreto y lo tiró a los pies del soldado. Una nube de humo rojizo empezó a brotar, un olor fuerte y penetrante lo invadió todo y el hombre no tardó en convulsionar, la sangre se le escapaba por la boca, nariz, ojos y oídos, todo en medio de desgarradores gritos de sufrimiento. Todo acabó rápidamente, en el suelo yacía un cuerpo que sólo era un cascarón rodeado por un charco de sangre.
El jinete se acercó a la criatura que aún lloraba y le sobó la cabeza.
-No te preocupes, todo va a estar…
No pudo completar la frase, escuchó un zumbido en el aire y su única reacción fue intentar apartar al niño de la trayectoria del disparo. La flecha le impactó en la espalda, atravesó su malla y se insertó en la piel, no podía creer que había sido tan descuidado, había asumido que aquellos con los que había luchado eran los únicos soldados, que eran los únicos que estaban haciendo pillajes. No pasó por su mente la existencia de aquel hombre que se acercaba desde lejos con una ballesta en las manos y que preparaba la nueva flecha con la que seguramente lo ultimaría.
-Corre –le gritó al niño, volteó para mirar a su enemigo y una nueva flecha le impactó y lo tumbó al suelo.
El cielo estaba azul y limpio de nubes, un cielo de verano típico de la región, solo se movían ahí algunos buitres a la espera de consumir los cuerpos que dejaría el combate, y poco a poco las columnas de humo empezaban a oscurecerlo todo. En medio de aquello apareció un rostro alargado y salpicado de rezagos de la plaga, tenía los ojos estirados y una sonrisa que dejaba entrever sus dientes podridos. Puso un pie sobre el pecho del jinete y soltó una risita.
-Tú creíste que podías ayudar a alguien aquí, y mira como terminas, vas a ser comida para esos buitres.
Levantó la ballesta y le apuntó, pero en lugar de disparar soltó un gruñido y dejó caer el arma. El niño había regresado y tenía una de las dagas del jinete en la mano.
Miedo, pensó éste, ¿pero, cómo?
El soldado ahora tenía una profunda herida en la pierna, se giró y de un contundente golpe arrojó al niño por los suelos, pero se dio cuenta que había descuidado al herido frente a él, y cuando intentó buscar la ballesta ya tenía clavada una saeta en la garganta.
El jinete se levantó torpemente y arrastró su pierna hasta el niño. Vio que aún respiraba y que no había soltado la daga en ningún momento. Imposible, se dijo. Luego se desplomó, inconsciente.