Recientemente me había cambiado a vivir al sexto piso de un edificio de departamentos. Las habitaciones estaban repletas de cajas de mudanza sin abrir. Dejé las cosas como estaban y salí un momento del domicilio. Caminé a una ferretería cercana. Necesitaba comprar aceite para lubricar las bisagras de una ventila atascada. Quería evitar que el viento entrara por ahí y me provocará una molestia durante la noche. Cuando iba por la calle comenzaron a caer copos de nieve. Pensé que una nevada era un evento imposible, ya que no nos encontrábamos en la estación, ni la latitud adecuada para que ocurriera. La gente a mi alrededor miraba el cielo con asombro y espanto mezclados en el semblante. Levanté la vista y descubrí que los supuestos copos se desprendían de una flota de naves que dominaba el firmamento. Las máquinas tenían forma de peonza puesta al revés. Eran extensas y voluminosas como nubes de tormenta. Sus estructuras no mostraban alas, hélices o propulsores. Permanecían suspendidas en las alturas mediante una ingravidez inexplicable. Las corrientes de aire no perturbaban su quietud. En la parte inferior de las naves había un gran hueco por donde desprendían las pequeñas esferas de color blanco. Me pareció obvio que el prodigioso espectáculo no pertenecía a una obra de la ingeniería humana. Regresé de prisa y subí a mi casa antes que el pánico se desatara en la calle. Coloqué la televisión sobre una pila de cajas y la enchufe al tomacorriente. Las noticias de última hora confirmaron lo que yo temí desde el principio: la ciudad se enfrentaba a una invasión llegada de otro mundo. El comportamiento de las naves no mostraba una evidente intencionalidad belicosa. Sin embargo, el gobierno decidió tomar la ofensiva. Esa misma tarde presencié la arremetida de las fuerzas aéreas y las tropas de artillería. Por supuesto que el armamento terrícola no causó el menor daño a la flota alienígena. Sus tripulantes no se tomaron siquiera la molestia de devolver el ataque. Las naves mantuvieron su presencia sin realizar ninguna otra acción más que permanecer flotando cerca de los rascacielos y precipitar las cataratas de pelotitas. Al día siguiente, el horizonte desapareció detrás de un velo de blancura. Las esferas caían en un flujo tan torrencial que resultaba imposible cualquier intento de contención. Los noticieros matutinos informaron que el mismo fenómeno se estaba viviendo por todas partes del mundo. No existía un sitio a donde escapar. Las autoridades recomendaron no tener contacto con el material extraterrestre hasta que los laboratorios llevarán a cabo un análisis de su composición. Pero pasaron los días y nunca se dieron a conocer el resultado de los análisis. La estrategia parsimoniosa de los invasores significó una espera angustiante para la población. Todos nosotros estábamos convencidos de que nos esperaba un final desastroso. El cine y la literatura nos habían predispuesto a los escenarios más trágicos. Las personas no tuvimos otra opción más que aguardar refugiadas en nuestros hogares. Yo subsistía gracias a las provisiones que lleve conmigo al mudarme. Aún no desempacaba mis cosas, vivía rodeado de cajas cerradas. En medio de la emergencia poco me interesaba poner en orden la casa. Durante ese periodo sólo me preocupe por impedir que las pequeñas esferas penetraran a través de la ventila que no tuve oportunidad de reparar. Según la creencia generalizada, las pelotitas eran una especie de arma desconocida. Los rumores de internet decían que podrían ser partículas radioactivas o esporas venenosas o inclusive robots diminutos. A lo largo de la siguiente semana me senté frente a los ventanales. Contemplaba como las pelotitas descendían por el aire ondulando con lenta ligereza. Antes de terminar el lunes cubrieron el suelo con un tapiz granuloso. La noche del martes ya se había acumulado una capa que ocultó los buzones y los hidrantes. Para el viernes, la planta baja de los edificios quedó cubierta por suaves dunas. El panorama citadino se tornó blanco y desolado, semejante a un desierto salado. A partir de este cambio de aspecto, la incertidumbre se volvió más insoportable. El fin de semana varias personas intentaron quitarse la vida. Un vecino saltó desde el séptimo piso. Vi pasar su cuerpo desplomado frente a mi balcón. Me asomé hacia abajo con la creencia de que lo miraría destrozado por la caída. Pero vi al sujeto que nadaba dentro de una fosa de pelotitas. Su impacto fue absorbido por la masa esponjosa, salvándole la vida. Las impávidas naves no cesaron de verter el diluvio artificial día tras día. Al otro del cristal las pelotitas continuaban cayendo con la misma constancia. Parecía que no llegarían a agotarse jamás. Los informes por televisión detallaron el progreso del cataclismo. Las pelotitas obstruyeron las vías de transporte. Las pelotitas ocuparon todo el espacio entre las construcciones. Las pelotitas cubrieron los monumentos y rellenaron los puentes. Las pelotitas abarrotaron el exterior sin dejar libre el menor vacío. No me pareció posible que las naves hubieran cruzado las estrellas con ese enorme cargamento. Supuse que los extraterrestres contaban con tecnología para sintetizarlo directo sobre nuestras cabezas. Con el paso del tiempo fue cada vez más evidente que las bolas no tenían una función destructiva. Luego de entrar en contacto con ellas, el vecino del séptimo piso no padeció ninguna alteración. Tampoco afectaban las estructuras aunque se acumularan en grandes volúmenes sobre los techos. Contaban con una ligereza extraordinaria. El único inconveniente que acarreaban era su cantidad desmedida. Al cabo de algunas semanas, la capa en el exterior sobrepasó la altura del sexto piso. Los ventanales de mi casa quedaron obstruidos por un muro de esferas. Únicamente una tenue luz lograba penetrar. Los ruidos del exterior quedaron amortiguados bajo la avalancha. Reinó un silencio lúgubre. Los montículos no eran tan compactos como para impedir el paso del oxígeno. Ahora los habitantes de la ciudad nos encontrábamos sepultados vivos. Cabía esperar que las naves prosiguieran con su tarea hasta cubrir la cúspide del último rascacielos. Un fuerte crujido terminó con el silencio en mi departamento. Me di cuenta que el empuje desde afuera hizo ceder el tapiado que puse en la ventila. Las pelotitas entraron en violento raudal y colmaron una habitación entera en pocos segundos. Conseguí acercarme a tiempo para cerrar la puerta antes que invadieran el resto de la casa. Algunas motas alcanzaron a colarse por debajo de la puerta. Me atreví a examinar un puñado de ellas. Las manipule con mucha precaución y descubrí que tenían una consistencia semejante al corcho. Partí un par a la mitad. Por dentro mostraban una textura porosa. Consideré que eran muy parecidas a burbujas de plástico. En realidad se diferenciaba poco de la espuma de poliuretano que protegían los platos y jarrones guardados dentro de las cajas. Al ocurrírseme la simplona comparación, comprendí de pronto la auténtica naturaleza de la situación que sufría nuestro planeta. Los extraterrestres estaban empaquetándonos.